Hubo un tiempo en el que el endeudamiento público era moderado, el tipo de cambio se mantenía estable, la inflación no resultaba ser un problema y los bancos centrales estaban bajo control. El mundo se había acostumbrado a crecer de forma sostenida. Los gobernantes se preocupaban de mejorar la productividad, la competitividad, la investigación y el empleo en sus respectivos países. El dinero era la moneda de cambio que sustituyó al trueque para facilitar las transacciones de bienes y servicios y estaba respaldado por el “patrón oro”. Este patrón consistía en que cualquiera podía cambiar su dinero por oro a un tipo de cambio establecido. Si un país tenía déficit comercial con respecto a otro, enviaba sus reservas de oro a éste, de tal forma que se reducía su masa monetaria, rebajándose sus precios y haciéndose más competitivo para exportar. El país que recibía el metal precioso incrementaba su masa monetaria y sus precios, comenzaba a importar más de lo que exportaba y surgía el déficit en su balanza comercial. De este modo se regulaban los flujos de reservas de oro manteniéndose un equilibrio. Corría la segunda mitad del siglo XIX y el dinero sólo representaba el valor de los bienes y servicios por los que se intercambiaba.
Entonces estalló la Primera Guerra Mundial. Los países que en ella participaron importaron tanto armamento que vaciaron de sus bancos centrales sus reservas de oro. Decidieron sustituir el patrón oro por un patrón basado en la confianza. La chapuza no fue menuda. Como nuestra forma de controlarnos es objetiva y cuantificable y no cumplimos los unos con los otros, vamos a basarnos en algo tan subjetivo como es la confianza. Sería como si un comercial de una empresa de tornillos que no está cumpliendo con sus objetivos de ventas, le plantease a su jefe vincular su retribución variable a su percepción positiva del mercado automovilístico. Aunque no venda ni un solo tornillo. Una cuestión de confianza. Fue el principio del fin del patrón oro.
Después de la Primera Guerra Mundial, una Alemania expoliada y obligada a pagar ingentes indemnizaciones por la guerra, aprovechó el nuevo sistema monetario para emitir marcos indiscriminadamente. Esta política desembocó en un periodo hiperinflacionario que dilapidó los ahorros de la clase media y generó desempleo y malestar social. El resto de países intentaron infructuosamente restituir el patrón oro, pero los desacuerdos en los tipos de cambio provocaron desajustes en las balanzas comerciales y la Gran Depresión de 1929. Alemania no levantaba cabeza y en 1933 Adolf Hitler ganó las elecciones parlamentarias. No hace falta contar lo que sucedió después.
En 1971, tras fallidos intentos de restablecer un sistema desvirtuado basado en el patrón oro, Nixon decidió darle el golpe de gracia definitivo para poner en marcha el sistema monetario fiduciario que conocemos hoy. La orgía financiera.
Las divisas comenzaron a cotizar unas con respecto a otras y, para beneplácito de especuladores o para mayor quebradero de cabeza de empresas importadoras y exportadoras, se creó el mercado de divisas.
El sistema monetario basado en el dinero fiduciario valora las divisas por la confianza en el buen hacer de los bancos centrales. Pero el dinero ya no está respaldado por un activo final como es el oro, que no es un pasivo para nadie. Con el nuevo sistema, el pasivo de los bancos centrales sigue siendo el papel moneda emitido, pero su activo son los títulos que adquieren en el mercado (deuda pública, deuda privada u otras divisas). Sus activos no son más que inversiones, buenas o malas, pero inversiones al fin y al cabo. Esas inversiones son un pasivo para otros agentes económicos. Y cuanto más inviertan los bancos centrales, más dinero habrá en circulación.
El sistema financiero se ha convertido en los últimos cuarenta años en un casino con las cartas marcadas por los bancos centrales, los gobiernos y las entidades financieras en el que los ciudadanos y las empresas están obligados a jugar. Una gran bacanal, que constituye una fuente de enriquecimiento para las élites, basada en el manejo de información privilegiada. Además, se ha convertido en la solución a todos los problemas económicos.
Si existe un problema de estancamiento la solución es inyectar dinero. Si el problema es de mala gestión bancaria con riesgo de quiebra del sistema, más dinero. Y si surgen dudas sobre la deuda soberana debidas a la errática administración de los estados, entonces dinero. Y así hemos llegado hasta donde estamos hoy. Existe más dinero en circulación que la riqueza que podrán crear generaciones y generaciones, nuestros periodos de crecimiento económico no son más que burbujas inflacionarias y el endeudamiento de los estados con respecto a su PIB está sobredimensionado. Pero esta situación no reventará porque se inyectará más dinero.
Pero lo cierto es que cada vez hay más desconfianza en un sistema basado en la confianza. Los ciudadanos llevan muchos años asimilando las políticas de austeridad para que sus gobiernos puedan hacer frente a los intereses de la deuda y ven cómo el endeudamiento de sus estados sigue creciendo. Con este malestar social, partidos de ideología fascista y comunista están resurgiendo con fuerza en países como Grecia, España, Italia o Francia. Como en la Alemania de los años treinta.
Llegados a este punto ¿no merece la pena que nos replanteemos nuestro sistema monetario? ¿Sería acaso una insensatez establecer un sistema por el que se pueda acotar la barra libre que hoy tenemos? Yo creo que no.